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Ejemplo de elegía

Ejemplo de elegía

Juan Ramón Jiménez

Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima

El cónsul del Perú me lo dice: «Georgina
Hübner ha muerto»…

¡Has muerto! ¿Por qué? ¿cómo? ¿qué día?

¿Cual oro, al despedirse de mi vida, un ocaso,
iba a rosar la maravilla de tus manos
cruzadas, dulcemente, sobre el parado pecho,
como dos lirios malvas de amor y sentimiento?

… Ya tu espalda ha sentido el ataúd blanco,
tus muslos están ya para siempre cerrados,
en el tierno verdor de tu reciente fosa
el sol poniente inflamará los chuparrosas…
¡ya está más fría y más solitaria La Punta
que cuando tú la viste, huyendo de la tumba,
aquella tarde en que tu ilusión me dijo:
«¡Cuánto he pensado en usted, amigo mío!»…

¿Y yo, Georgina, en ti? Yo no sé cómo eras…
¿morena? ¿casta? ¿triste? ¡Sólo sé que mi pena
parece una mujer, cual tú, que está sentada,
llorando, sollozando, al lado de mi alma!
Sé que mi pena tiene aquella letra suave
que venía, en un vuelo, a través de los mares,
para llamarme «amigo»… o algo más… no sé… ¡algo
que sentía tu corazón de veinte años!

-Me escribiste: «Mi primo me trajo ayer su libro»…
-¿Te acuerdas?- y yo, pálido: -«Pero… usted tiene un primo?»-

Quise entrar en tu vida y ofrecerte mi mano
noble cual una llama, Georgina… En cuantos barcos
salían, fue mi loco corazón en tu busca…
¡yo creía encontrarte, pensativa, en La Punta,
con un libro en la mano, como tú me decías,
soñando, entre las flores, encantarme la vida!…

Ahora, el barco en que iré, una tarde, a buscarte,
no saldrá de este puerto, ni surcará los mares,
irá por lo infinito, con la proa hacia arriba,
buscando, como un ángel, una celeste isla…
¡Oh, Georgina, Georgina! ¡qué cosas!… mis libros
los tendrás en el cielo, y ya le habrás leído
a Dios algunos versos… tú hollarás el poniente
en que mis pensamientos dramáticos se mueren…
desde ahí, tú sabrás que esto no vale nada,
que, salvado el amor, lo demás son palabras…

¡El amor! ¡el amor! ¿Tú sentiste en tus noches
el encanto lejano de mis ardientes voces,
cuando yo, en las estrellas, en la sombra, en la brisa,
sollozando hacia el sur, te llamaba: ¿Georgina?
¿Una onda, quizás, del aire que llevaba
el perfume inefable de mis vagas nostalgias,
pasó junto a tu oído? ¿Tú supiste de mí
los sueños de la estancia, los besos del jardín?

¡Cómo se rompe lo mejor de nuestra vida!
Vivimos… ¿para qué? para mirar los días
de fúnebre color, sin cielo en los remansos…
¡para tener la frente caída entre las manos!
¡para llorar, para anhelar lo que está lejos,
para no pasar nunca el umbral del ensueño,
ah, Georgina, Georgina! ¡para que tú te mueras
una tarde, una noche… y sin que yo lo sepa!

El cónsul del Perú me lo dice: «Georgina
Hübner ha muerto»…

Has muerto. Estás, sin alma, en Lima,
abriendo rosas blancas debajo de la tierra…

Y si en ninguna parte nuestros brazos se encuentran,
¿qué niño idiota, hijo del odio y del dolor,
hizo el mundo, jugando con pompas de jabón?

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